Corría dando zancadas imposibles con sus piernas aún cortas,
para no ser alcanzado por el chucho rabioso. De un bote subió a un árbol; y tuvo
la fortuna de descubrir cuanto le gustaba ver el mundo desde arriba. El arce se
convirtió en su secreto refugio, receptor de llantos, dispersor de risas,
silencioso confidente. A
sus ochenta y cinco años, aún ágil, ya cansado, trepó a su árbol una vez más un día de nieve y calma. Se acurrucó en su
hueco y se durmió. Los suaves copos abrigaron su cuerpo, y las hojas susurraron
una canción triste de despedida.
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